Treinta bajo cero | El Diario Vasco

2022-07-01 21:59:34 By : Mr. Alan Lee

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Las 10 noticias clave de la jornada

Javier Cacho fue jefe de la base española (en la imagen, al fondo) en la campaña 2005-06 y estudió el agujero en la capa de ozono desde la Antártida / R. C.

Antoni Ballester (1920-2017) era un científico con alma de aventurero. Un hombre capaz de alquilar una barca de pesca para salir al mar y desentrañar los efectos de la central nuclear de Vandellós. Irrumpió en el Instituto de Ciencias del Mar en los años sesenta y lo revolucionó todo con unos métodos innovadores. Allí conoció a Pepita Castellví, otra de esas personas apasionadas por la ciencia y por transitar por la vida con intensidad. Ballester estuvo en 1966 en la Antártida invitado por el Institut Royal des Sciences Naturelles belga para formar parte de una expedición junto a Josep Maria Sanfeliu. Jamás olvidaría ese viaje.

Este químico oceanógrafo decidió tutelar a Castellví en aquel contexto complicado. «Era mujer y joven. No me hacían caso», recuerda esta oceanógrafa y bióloga a quien Ballester le contagió su obsesión por la Antártida. «Es la memoria viva del planeta», le decía. «El futuro de la ciencia está allí», insistía, sin dejar de pensar ni un solo día en la última zona virgen, un continente más grande que Europa.

El profesor Stanislav Rakusa-Suszcsewski, de la Academia de las Ciencias de Polonia, dirigía el programa antártico de aquel país comunista e invitó a Ballester, que viajó con tres de sus colegas. La tarde del 27 de diciembre de 1986, el ‘Koral’ fondeó en la bahía sur de la isla Livingston. Allí plantaron su tienda de campaña los cuatro científicos españoles: Antoni Ballester, Pepita Castellví, Joan Rovira y Agustí Julià. Una vez estuvo montada, sacaron una hoja de un calendario, le dieron la vuelta y escribieron, en catalán: «Primer campamento antártico CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas)». Apenas llevaban unos sacos de dormir y, cortesía polaca, comida y un camping gas donde cocinaban y derretían la nieve.

Después de aquello, al Gobierno de Felipe González le entraron las prisas por montar una base, un requisito para entrar en el Tratado Antártico. La burocracia ralentizó la financiación y, cuenta la leyenda, el entonces director general de Cooperación Técnica Internacional, el diplomático Antonio de Oyarzábal, utilizó su tarjeta de El Corte Inglés para cargar los 25 millones de pesetas que costaron los contenedores finlandeses -el interior lo diseñó una empresa de Tarragona- con los que levantar la base.

La infraestructura la trasladó un carguero polaco, el ‘Garnulzewski’, que atracó en el puerto de Vigo, donde un controlador acabó mirando hacia otro lado porque estaba prohibido cargar bombonas de butano. La expedición se dividía entre un equipo técnico, integrado por Jaime Ribes, Elías Meana, Félix Moreno y Roldán Sanz, y otro científico, en el que figuraban Antoni Ballester, Pepita Castellví, Joan Comes y Mario Manríquez. Los polacos bautizaron la punta noreste de la base como ‘Ballester Point’ y la playa de delante como ‘Pepita Beach’, nombres que desaparecieron cuando España hizo la cartografía.

Dos investigadores se sumergen en las gélidas aguas / UTM

El Tratado Antártico, firmado en 1959 y ratificado en 1961, debía ser renovado en treinta años. España no estaba y necesitaba estar por la importancia estratégica de este enclave. Y debía darse prisa. De repente fue necesario abrir una base científica y el Gobierno pidió ayuda al CSIC, que encontró a dos viejos amigos, Antoni y Pepita, que conocían con exactitud dónde emplazar aquella estación.

El calendario demandaba rapidez. La expedición debía viajar durante el verano austral -entre diciembre y marzo- para evitar las temperaturas extremas y el CSIC tiró de ingenio para burlar la limitación de comercio con los países comunistas y pagar a Polonia con especies en un curioso trueque.Sin la ayuda polaca, España no tendría la BAE (Base Antártica Española) Juan Carlos I, y fueron su equipo de apoyo y su infraestructura los que permitieron trasladar los contenedores y todo el material pesado del barco a la superficie. Cuando estuvo montada, los españoles agasajaron a sus aliados antes de despedirlos, izaron la bandera y honraron al profesor Ballester, que cumplía su sueño después de veinte años de lucha.

Jerónimo López, Geólogo

El ‘Garnulzewski’ zarpó en los primeros días de 1988. Se cortaba así el cordón umbilical que durante meses unió a España con Polonia. El 8 de enero se inauguró la BAE Juan Carlos I. Habían llegado a una isla desierta y en tres meses se marcharon dejando allí un pequeño hogar. Más tarde, en septiembre de ese mismo año, en París, el Tratado Antártico aceptaba a España como miembro consultivo. El Ejército de Tierra se instalaría después en la isla Decepción, donde abrió la Base Gabriel de Castilla, y en 1991 contaron con el respaldo del ‘Hespérides’, el mítico barco científico que apoya y nutre a la Juan Carlos I.

Jerónimo López, que durante los últimos cuatro años presidió Scar (el Comité Científico para la Investigación en la Antártida, que funciona desde hace 60 años y reúne a 43 países), es uno de los veteranos. El científico español debutó en la campaña 1989-90 y desde entonces ha estado diez veces, aunque la mitad fue trabajando en programas de otros países. Este geólogo tiene una visión muy amplia, pues lleva casi treinta años yendo esporádicamente y está satisfecho con la evolución de la base. «La investigación española ha experimentado un desarrollo extraordinario y tiene presencia en los foros mundiales. Las instalaciones juegan un papel muy importante en este desarrollo y refuerzan la posición de España en el Tratado Antártico».

El principal cambio de la base en estos treinta años ha sido «la profesionalización de los técnicos, la experiencia de los que dan apoyo. La base es un puntal. Ahora cuenta con tecnología que antes no teníamos». Jerónimo López habla de los tiempos en los que todos hacían prácticamente de todo. «No teníamos tantos técnicos de apoyo como ahora, solo un cocinero, un especialista en motores y otro de comunicaciones». Nada que ver con el presente: los expedicionarios tienen internet, pueden mandar un ‘whatsapp’ cuando quieran y recibir una llamada de casa que al familiar le cuesta como si telefoneara a Santander.

El destino fue muy cruel con Antoni Ballester, que sufrió un derrame cerebral, una desgracia que convirtió a Pepita Castellví en la primera mujer en dirigir una base antártica. No falló durante años y marcó el rumbo de la estación desde su inicio. En 1994 dejó paso y prometió no regresar. No lo cumplió. Albert Solé rodó un documental hace cinco años con motivo del 25 aniversario de la BAE y convenció a Pepita para regresar «a casa».

‘Recuerdos de hielo’ muestra a una mujer de 77 años -hoy tiene 82- con una mente muy lúcida y una agilidad envidiable que se emociona en su regreso al continente helado, en su reencuentro con los pingüinos y los mil matices de blancos y azules, con el crepitar del hielo y caminos que creyó encontrar deteriorados cuando lo único que ocurría era que sus piernas tenían veinte años más. Allí pidió permiso para hacer sonar la campana en Nochevieja cuando, a medianoche, el sol que nunca se esconde en verano iluminaba tenuemente la bahía y sus recuerdos.

Castellví dejó los bolillos con los que se entretiene en casa, junto a su fastuosa colección de pingüinos, y se embarcó en el ‘Hespérides’, que está en su último tercio de vida, para cruzar el agitado paso del Drake, donde chocan furiosos el Atlántico y el Pacífico, el tramo de mar que separa América del Sur de la Antártida, se subió a una zodiac y luego puso un pie en la playa que llevó su nombre. «La casa ha cambiado mucho», dijo después de ver la base, que ahora, un lustro después, es más moderna aún tras una inversión de 16 millones de euros, y rememoró, orgullosa, la aventura de su vida, aquella primera vez en la isla dentro de una tienda de campaña que no les protegía de las bajas temperaturas pero sí del viento, el terrible viento antártico que dispara la sensación de frío.

1986 Es el origen de la Base Antártica Española. Cuatro científicos -Antoni Ballester, Pepita Castellví, Joan Rovira y Agustí Julià- viajaron con la expedición polaca y convivieron en la tienda de campaña que plantaron en el lugar que eligieron para la futura base. Fue su forma de afianzar que España tenía interés en ser uno de los países que iría al continente helado cada año a hacer ciencia en aquel recóndito paraje.

1904 Año en que Argentina, que tiene seis bases, inauguró Orcadas, la más antigua y septentrional de la Antártida. La base más austral es la estadounidense Amundsen-Scott (90º 00’ S).

-89,2º La temperatura más baja registrada en la Antártida y en la Tierra. Un dato tomado el 21 de julio de 1983 en la estación rusa Vostok. La temperatura más alta ha sido +17,5º, en 2015, en la Base Esperanza.

320 km/hora es la racha de viento más fuerte registrada en la Antártida. Fue en Costa Adélie. El viento aumenta la sensación de frío, que durante el verano, en la base española, oscila entre -30 y -15.

400 kilómetros de largo mide ‘Lambert’, que figura como el glaciar más grande del mundo. Además, tiene más de 70 kilómetros de ancho. Vinson es el monte más elevado, con 4.897 metros.

90% del hielo del planeta se concentra en la Antártida, que tiene una superficie de 14 millones de kilómetros cuadrados en verano. En invierno el territorio crece hasta los 20 millones (como 40 Españas).

La nueva campaña antártica está a punto de arrancar. Los miembros de la Unidad de Tecnología Marina (UTM), que van como apoyo a los científicos, volarán desde Madrid mañana por la noche. Allí les espera la flamante base con forma de aspas de molino. Nada que ver con aquella primigenia. Llegarán para Año Nuevo y se irán el día de San José, el 19 de marzo.

Esta temporada no estará Jordi Felipe, que ha sido jefe de la base durante los últimos años. Este biólogo, funcionario del CSIC, dejó la ciencia para apoyar la ciencia coordinando la parte técnica de la base. Nunca olvidará la primera campaña. «Fue espectacular. Las noches en la bahía, esos atardeceres que nunca se acaban o salir a la cubierta del ‘Hespérides’ y ponerte los auriculares para escuchar un directo de Pink Floyd mientras admirabas los tonos anaranjados y rosas de los glaciares. Es increíble. O el silencio frío. Esa sensación de paz y tranquilidad».

La indumentaria tampoco es la de 1988. Los rudos jerséis de lana ya son historia y han cedido ante la ropa térmica, mucho más ligera. Vestuario de esquiador. Felipe recuerda la visita, para el documental, de Pepita Castellví. «Me hizo muchísima ilusión. Llevaba su chaqueta original y pasaba frío. Es una persona encantadora, con unos conocimientos impresionantes. Fue un placer tenerla allí. De su época solo quedaba un pequeño módulo. Esos días le pusimos de compañera a una médico muy joven y el contraste fue muy bonito. Lo que hizo tiene mucho mérito».

Jordi Felipe explica que lo prioritario allí es la seguridad del personal y, después, la investigación. «Para mí lo importante es que la gente regrese sana; y si hace ciencia, mejor», sentencia. Luego todo está supeditado a los programas de investigación. Cada jornada se organiza al despertar. No tiene sentido hacer previsiones la víspera porque es muy probable que el tiempo haya cambiado por completo. Todos coinciden en el desayuno y después se programa la jornada. Así que es al inicio del día cuando se decide qué hacer y a quién destinar los recursos , como las tres Zodiac Mark 5 o las motos de nieve. Por la noche, a las ocho, llega el momento de la valoración.

Otro campo en el que son muy exhaustivos es el tratamiento de los residuos. «Antiguamente se hacía incineración para todo. Ahora no se permite; solo hay incineradoras de doble quemado, para reducir las cenizas al mínimo. Pero los alcoholes, por ejemplo, antes se quemaban y ahora se sacan de la Antártida. Se clasifican, se reducen, se tratan y, sobre todo, se extraen», detalla Felipe.

La base está en un terreno agreste, resbaladizo e inestable. En la isla Livingston son habituales los esguinces y alguna rotura. Muchos novatos sufren también quemaduras por el sol. Se dejan engañar por el cielo gris, pero es imprescindible usar cremas y unas gafas adecuadas. El vecino más cercano de la BAE Juan Carlos I está a un cuarto de hora en la zodiac. Es Kliment Ohridski, la base de la expedición búlgara, con quien los españoles tienen una estrecha relación y a quien a veces prestan su logística. De vez en cuando descorchan una botella de vino o se sirven una copa de whisky, brindan y se dejan invadir por la melancolía. Como aquellos atardeceres en los que Pepita Castellví volvía de maravillarse en una pingüinera cercana, entraba en la base y se deleitaba mirando el horizonte mientras se dejaba mecer por Tchaikovsky. Música celestial en el fin del mundo.

La expedición estrenará en unos días la nueva Base Antártica Española después de recibir una inversión de 16 millones de euros (13 del Ministerio de Economía y tres del CSIC). Ahora disfrutarán de 2.000 metros cuadrados habitables, 600 de laboratorios, 1.500 de almacenamiento y capacidad para 52 personas por módulo. Esta campaña viajarán 230 -en diferentes tramos-, de las que 122 serán científicos, con 16 proyectos de investigación.Miki Ojeda es el responsable de la logística para las dos bases -la Juan Carlos I, ciéntifica, y la Gabriel de Castilla, militar- y el ‘Hespérides’. Debutó en el año 2000 y, aunque está sin estrenar, conoce perfectamente cómo funciona la flamante sede. «Está construida con módulos separados porque, en la Antártida, tener un solo edificio es un problema: si tienes un incendio, como le sucedió a Brasil, se te quema la base entera».

En el edificio principal está la zona habitable: habitaciones, zonas comunes, cocina, cámaras, despensa, baños, depuradora de aguas residuales... Luego hay otro edificio grande, de dos plantas, dedicado a la investigación. Abajo están los laboratorios húmedos, «donde se puede hacer desde una necropsia a un pingüino a un análisis del agua de la playa». Arriba, los laboratorios secos de biología, meteorología... El resto son bloques auxiliares con almacenes y talleres, y otro edificio con el garaje y la depuradora de combustible.

La base funciona con la energía de tres generadores diésel. Se usan según la demanda energética. El Tratado Antártico es inflexible con los residuos: hay que preservar esta reserva de la naturaleza. Por eso se cuida con esmero su tratamiento o eliminación. «El humo y el calor que sale por los escapes se aprovecha para calentar un agua que se utiliza para climatizar la base, donde hay unos radiadores eléctricos que solo funcionan si la climatización no fuera suficiente para tener el interior a unos 21 grados aproximadamente».

Los residuos, según el Protocolo de Madrid, se tratan o se retiran. Se llevan hasta Sudamérica o, en algún caso aislado, a España. «Las aguas grises o negras van a la planta de tratamiento de residuos para que lo que se lance al mar sea agua sin contaminar». Otras veces les toca montar campamentos fuera de la base en los que el váter es algo tan rudimentario como bolsas donde se acumulan los residuos. Después se meten en latas y, al final, se queman y se tratan.

La alimentación es normal y corriente. Carne, pescado, marisco... El ‘Hespérides’, que se utiliza para investigar, también sirve de apoyo y regularmente les lleva comida y 30.000 litros de combustible. «Cada 25 o 35 días cruza a Ushuaia o Punta Arenas y nos suministra fruta y verdura. De España traemos el equivalente a un contenedor de seis metros con alimento congelado». Y estos días no falta jamón, chorizo, turrón y polvorones.

Uno de los mayores avances en la base ha sido la comunicación con el exterior. Allí cuentan con un sistema por satélite, similar al que usan los cruceros, que les permite tener conexión a internet donde el ‘router’ es una antena de comunicación satelital. La sede tiene dos líneas de teléfono. Una para asuntos oficiales y otra para los usuarios. Les pueden contactar al precio de una llamada local a un número que empieza con el prefijo de Santander (942), porque la antena de anclaje está en esta ciudad. Así que hablar con casa es tan sencillo como mandar un ‘whatsapp’ al familiar y pedirle que te telefonee al 942...

En la BAE Juan Carlos I conviven dos poblaciones: la científica y los técnicos de la UTM, que se dedican al mantenimiento de la base y a dar soporte a la investigación. El comedor es el punto de encuentro. Desayunos y cenas -las comidas son más flexibles y, en ocasiones, como en la salida para trabajar en un glaciar, se pueden producir fuera del edificio- donde compartir experiencias y combatir la soledad que a veces, una vez superada la sorpresa inicial, asalta a los miembros de la expedición.

La jornada se organiza por la mañana y la opinión más importante es la del meteorólogo de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET). En ocasiones conviene descansar un día de tiempo horrible que dificulte las labores y, en cambio, trabajar un domingo más apacible.

uno de los laboratorios, un comedor y un investigador trabajando / UTM